Capítulo I
Veinticuatro años después, semanas antes de que se acabara el año, un barco se acercaba al pequeño puerto olvidado, dónde solo la débil luz de un pequeño faro se alcanzaba a ver en medio de la neblina.
—Nadie viaja a ese puerto con regularidad, menos en esta época — dijo el capitán, al hombre de cabello negro que estaba en cubierta, esperando el desembarco —, accedimos a traerlo, pero no espere que alguien venga por usted, príncipe Erick, los barcos no llegan hasta acá generalmente y los pocos que lo hacen, se esperan a mediados de año.
El ojiazul sonrió débilmente — no importa — negó —, si no muero a manos de la hechicera, no tiene caso regresar a mi hogar tampoco — observó sus manos con poco interés, «mi padre no me aceptará si no consigo lo que vine a buscar…»
—Si usted lo dice…
El capitán dio media vuelta, pero antes de irse a dar órdenes, observó al joven una vez más; el príncipe no portaba mucha ropa abrigadora al contrario de él y sus trabajadores, quienes parecía que se congelarían en cualquier momento a pesar de todas las pieles que usaban para abrigarse. Era extraño; el príncipe provenía de tierras muy cálidas y pensó que moriría de frío al empezar los vientos helados cercanos al país del norte, pero parecía cómodo solo con una capa con capucha, que le cubría todo el cuerpo, aunque se notaba fabricada de un material sumamente ligero.
Al llegar al puerto, todo parecía desierto, aun así, Erick había decidido desembarcar y nadie podía evitarlo. Un marinero bajó un enorme caballo percherón negro, que a primera instancia parecía para un gigante; solo llevaba una silla y a los costados unas mochilas con suministros. Erick bajó después, colocándose unos guantes; el capitán se despidió de él.
—Mucha suerte, príncipe — dijo con voz triste y le entregó un pequeño candil.
—Igualmente, capitán… — sonrió él con amabilidad.
El pelinegro dio media vuelta, bajó el pequeño puente provisional y llegó al lado de su caballo, sujetando las riendas y dándole ligeras palmadas en el cuello.
—Suerte — dijo el hombre que había bajado el corcel y se devolvió corriendo al barco.
Los gritos del capitán empezaron a escucharse, dando órdenes para partir de inmediato, antes de que el frío arreciara y hasta el mar se congelara, evitándoles zarpar.
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