Capítulo II
El sol despuntó al alba; la ciénaga estaba cubierta completamente de neblina y los rayos solares apenas traspasaban ese manto.
Un carruaje, tirado por cuatro caballos, se acercó por el camino, yendo hacia el palacio; dentro de la lujosa cabina, iban dos jóvenes, parecían de familias de renombre, manteniéndose serios en todo el camino y con un par de libros en mano. El mayor de los dos, tenía el cabello rojo como la sangre y unos ojos purpuras, mientras que el segundo, tenía el cabello azul rey y sus ojos eran verdes.
En el exterior, junto al cochero que llevaba las riendas de los caballos, iba otro jovencito; parecía un poco más pequeño que los otros dos y observaba con curiosidad los alrededores. Su cabello era negro azabache y conseguía hacer resaltar los enormes ojos de iris bicolor, que no dejaban pasar ningún detalle.
-¿Falta mucho? – preguntó el jovencito.
-Pareces ansioso… – rio el hombre de cabello castaño y bigote cano.
-¡Lo estoy! – admitió y suspiró – empezaré una nueva vida y, ser sacerdote en el templo de la ciénaga es… – guardó silencio y se mordió el labio – no tengo palabras para describir lo que siento – dijo con vergüenza.
-Eres el primero que llevo allá, que va tan emocionado.
-¿Ha llevado a muchos? – preguntó el pelinegro.
-Tengo más de treinta años, llevando y trayendo a jovencitos como tú, hacia el templo – suspiró – algunos renuncian más pronto de lo que se espera.
-¿Por qué?
-Porque la ciénaga es un lugar peligroso – aseguró con seriedad – los caimanes hacen de las suyas y muchos han sufrido perdida de alguna pierna o brazo, así que abandonan antes de siquiera tomar los votos de sacerdotes.
-Bueno, sé que la ciénaga es un lugar peligroso, pero supongo que si uno tiene cuidado, es posible evitar contratiempos.
-No eres un chico noble, sino, vendrías dentro – rió el mayor – ¿qué edad tienes?
El jovencito sonrió débilmente, obviamente, no era de familia noble, por eso, no podía compartir lugar dentro del carruaje, pues, aunque tuviera el dinero para pagarlo, sabía cuál era su lugar.
-Tengo dieciséis – respondió con rapidez – acabo de cumplirlos…
-¿Tus padres dieron su consentimiento para que acudieras?
-Ah… – el jovencito pasó saliva – realmente, no tengo padres – negó – así que, fue mi decisión…
-Ya veo… – el mayor levantó una ceja – sabes que, para recibir la dote de sacerdote y que te sirva para sobrevivir el resto de tu vida, tienes que pasar un mínimo de diez años en el templo, ¿verdad?
-No vine por la dote – negó – realmente, quiero ser sacerdote… quiero quedarme aquí – aseguró.
-¿Te refieres a convertirte en el mayor sacerdote de los doce?
-Sí – admitió el pelinegro – le entregaré mi vida al Dios Keroh – dijo con firmeza – y ayudaré a la familia Trallk y a sus sumos sacerdotes, hasta que el último aliento escape de mi cuerpo.
El anciano se sorprendió, no había conocido a un jovencito que dijera esas cosas con tanta seriedad, pero ese niño debía tener una razón para querer eso.
-¿Es esa? – señaló el menor hacia el frente.
Apenas distinguible entre la niebla, un imponente castillo se alzaba en medio de un vasto terreno.
-Ese es el castillo Trallk – comentó el anciano – el templo está un poco más lejos, a orillas de la ciénaga.
El pelinegro movió su mano instintivamente y la llevó a su pecho; por encima de su ropa, ejerció presión, en un pequeño medallón que portaba cerca de su pecho y sonrió emocionado.
* * *
El carruaje detuvo su andar al frente de la enorme escalinata del palacio. El cochero, a pesar de su edad, era un hombre con buena condición, así que bajó de un salto y fue a abrir la puerta para que los jóvenes que venían dentro, descendieran. Ambos, eran hijos de grandes señores y tenían el porte de caballeros; mientras esperaban a que los atendieran, el cochero y el pelinegro, bajaban las cosas del carruaje.
La puerta principal se abrió y una hermosa joven de cabello verde apareció, con una túnica en un tono rojo y su cabello adornado con broches dorados; a su lado, un hombre de cabello verde también, con barba completamente cerrada. Tras ellos, estaba una mujer de cabello guinda y un par de jovencitos, uno con un cabello en tono verde oscuro y el otro, guinda; tanto el hombre como los tres jóvenes, tenían una mirada celeste, mientras que la mujer, tenía unos ojos dorados brillantes. A los lados, en una formación de dos filas, había once hombres jóvenes, con túnicas oscuras, en espera de indicaciones.
Los recién llegados hicieron una gran reverencia, cuando la joven y el hombre mayor descendieron las escaleras.
-Señorita Trallk – dijo el de cabello rojo – es un honor conocerla al fin – dijo con lentitud – soy el duque de Arquedium, Degner Falier – se presentó.
-Señorita Trallk – mencionó el otro – el placer de estar frente a usted, no se compara con nada… yo soy Lendall Morthel, conde de Kalvain.
-Bienvenidos… – dijo ella con una sonrisa fría en sus labios – me alegra que hayan llegado, aunque los esperábamos para antes de la luna llena – reprochó.
-Fianna… – su padre la miró de reojo, y habló con lentitud, tratando de reconvenirla.
-Ah, lo siento – dijo sin emoción – es solo que pensé que, si al menos uno de ellos estaba tan deseoso de casarse conmigo, estaría más ansioso en llegar…
Su padre suspiró – yo soy Olafh Trallk, anterior sumo sacerdote de la ciénaga, espero que su viaje haya sido tranquilo y placentero – dijo con seriedad – bienvenidos a nuestro castillo y, en nombre de mi familia, espero que su estancia, sea agradable…
Los dos jóvenes levantaron el rostro pero no se atrevieron a ver la cara de la jovencita, no solo por ser la suma sacerdotisa; Fianna ya tenía veintidós años, y el mayor de ellos dos, apenas había alcanzado los veintiuno, mientras que el otro, solo tenía diecinueve.
-Sean bienvenidos a mi palacio – continuó ella – pasen, por favor, deben venir exhaustos.
Fianna dio media vuelta y empezó a subir la escalinata, tras ella, los invitados; su padre estaba por seguirla, cuando una delicada voz lo detuvo.
-Señor Trallk…
El peliverde se giró y observo al pequeño jovencito que estaba al final de la escalera.
-¿Si? – preguntó con algo de confusión.
-Ah, disculpe mi atrevimiento – dijo el niño sin levantar el rostro – soy Tariq Rubill – se presentó – vengo desde la ciudad de Falker, mi maestro, Brenio Torsello, dijo que le había enviado una carta sobre mí, para ingresar al templo…
Sin que el menor se diera cuenta, el hombre se sorprendió; con rapidez, bajó los escalones que lo separaban de ese niño y le obligó a levantar el rostro, sujetándolo con suavidad por la barbilla, observándolo directamente a los ojos. Pasó saliva al constatar, por los iris bicolor, que sí era quien decía ser.
El peliverde respiró profundamente y asintió – sé quién eres – dijo débilmente – no te preocupes, ya está todo dispuesto – aseguró – ¡Kofjar! – levantó la voz.
De los once hombres que estaban aun en espera, el mayor se acercó, sosteniéndose con un báculo.
-Mi señor, Trallk – dijo el hombre de cabello ocre, con destellos plateados por las canas tenía – ¿necesita algo?
-Él es el joven Tariq Rubill – dijo con seriedad – hablamos de él hace algunos días…
El anciano observó al menor con interés.
-Que empiece a ponerse al día, con respecto a las actividades del templo – explicó el peliverde – él será el doceavo sacerdote.
-Como ordene… pero, con respecto a la señorita Fianna, ¿qué debo decirle?
-Son ordenes mías – respondió – yo le explicaré un poco sobre esta decisión, de todos modos, yo sigo haciéndome responsable de todo lo que suceda, hasta que se case – su voz sonó seria.
-Muy bien…
-Acompaña a Kofjar – dijo Olafh para el menor, con voz más calmada y condescendiente – acomódate en el templo y, después, yo hablaré contigo… ¿entendido?
-Sí, señor – Tariq asintió.
-Ven – sonrió el anciano – ¿traes mucho equipaje, pequeño?
-No, no en realidad – negó el pelinegro – solo una mochila con mis pertenencias…
-Bien, no importa, aquí no necesitas mucho – negó el hombre – en el templo, se te dará todo lo que necesitas.
* * *
Un carruaje, tirado por cuatro caballos, se acercó por el camino, yendo hacia el palacio; dentro de la lujosa cabina, iban dos jóvenes, parecían de familias de renombre, manteniéndose serios en todo el camino y con un par de libros en mano. El mayor de los dos, tenía el cabello rojo como la sangre y unos ojos purpuras, mientras que el segundo, tenía el cabello azul rey y sus ojos eran verdes.
En el exterior, junto al cochero que llevaba las riendas de los caballos, iba otro jovencito; parecía un poco más pequeño que los otros dos y observaba con curiosidad los alrededores. Su cabello era negro azabache y conseguía hacer resaltar los enormes ojos de iris bicolor, que no dejaban pasar ningún detalle.
-¿Falta mucho? – preguntó el jovencito.
-Pareces ansioso… – rio el hombre de cabello castaño y bigote cano.
-¡Lo estoy! – admitió y suspiró – empezaré una nueva vida y, ser sacerdote en el templo de la ciénaga es… – guardó silencio y se mordió el labio – no tengo palabras para describir lo que siento – dijo con vergüenza.
-Eres el primero que llevo allá, que va tan emocionado.
-¿Ha llevado a muchos? – preguntó el pelinegro.
-Tengo más de treinta años, llevando y trayendo a jovencitos como tú, hacia el templo – suspiró – algunos renuncian más pronto de lo que se espera.
-¿Por qué?
-Porque la ciénaga es un lugar peligroso – aseguró con seriedad – los caimanes hacen de las suyas y muchos han sufrido perdida de alguna pierna o brazo, así que abandonan antes de siquiera tomar los votos de sacerdotes.
-Bueno, sé que la ciénaga es un lugar peligroso, pero supongo que si uno tiene cuidado, es posible evitar contratiempos.
-No eres un chico noble, sino, vendrías dentro – rió el mayor – ¿qué edad tienes?
El jovencito sonrió débilmente, obviamente, no era de familia noble, por eso, no podía compartir lugar dentro del carruaje, pues, aunque tuviera el dinero para pagarlo, sabía cuál era su lugar.
-Tengo dieciséis – respondió con rapidez – acabo de cumplirlos…
-¿Tus padres dieron su consentimiento para que acudieras?
-Ah… – el jovencito pasó saliva – realmente, no tengo padres – negó – así que, fue mi decisión…
-Ya veo… – el mayor levantó una ceja – sabes que, para recibir la dote de sacerdote y que te sirva para sobrevivir el resto de tu vida, tienes que pasar un mínimo de diez años en el templo, ¿verdad?
-No vine por la dote – negó – realmente, quiero ser sacerdote… quiero quedarme aquí – aseguró.
-¿Te refieres a convertirte en el mayor sacerdote de los doce?
-Sí – admitió el pelinegro – le entregaré mi vida al Dios Keroh – dijo con firmeza – y ayudaré a la familia Trallk y a sus sumos sacerdotes, hasta que el último aliento escape de mi cuerpo.
El anciano se sorprendió, no había conocido a un jovencito que dijera esas cosas con tanta seriedad, pero ese niño debía tener una razón para querer eso.
-¿Es esa? – señaló el menor hacia el frente.
Apenas distinguible entre la niebla, un imponente castillo se alzaba en medio de un vasto terreno.
-Ese es el castillo Trallk – comentó el anciano – el templo está un poco más lejos, a orillas de la ciénaga.
El pelinegro movió su mano instintivamente y la llevó a su pecho; por encima de su ropa, ejerció presión, en un pequeño medallón que portaba cerca de su pecho y sonrió emocionado.
* * *
El carruaje detuvo su andar al frente de la enorme escalinata del palacio. El cochero, a pesar de su edad, era un hombre con buena condición, así que bajó de un salto y fue a abrir la puerta para que los jóvenes que venían dentro, descendieran. Ambos, eran hijos de grandes señores y tenían el porte de caballeros; mientras esperaban a que los atendieran, el cochero y el pelinegro, bajaban las cosas del carruaje.
La puerta principal se abrió y una hermosa joven de cabello verde apareció, con una túnica en un tono rojo y su cabello adornado con broches dorados; a su lado, un hombre de cabello verde también, con barba completamente cerrada. Tras ellos, estaba una mujer de cabello guinda y un par de jovencitos, uno con un cabello en tono verde oscuro y el otro, guinda; tanto el hombre como los tres jóvenes, tenían una mirada celeste, mientras que la mujer, tenía unos ojos dorados brillantes. A los lados, en una formación de dos filas, había once hombres jóvenes, con túnicas oscuras, en espera de indicaciones.
Los recién llegados hicieron una gran reverencia, cuando la joven y el hombre mayor descendieron las escaleras.
-Señorita Trallk – dijo el de cabello rojo – es un honor conocerla al fin – dijo con lentitud – soy el duque de Arquedium, Degner Falier – se presentó.
-Señorita Trallk – mencionó el otro – el placer de estar frente a usted, no se compara con nada… yo soy Lendall Morthel, conde de Kalvain.
-Bienvenidos… – dijo ella con una sonrisa fría en sus labios – me alegra que hayan llegado, aunque los esperábamos para antes de la luna llena – reprochó.
-Fianna… – su padre la miró de reojo, y habló con lentitud, tratando de reconvenirla.
-Ah, lo siento – dijo sin emoción – es solo que pensé que, si al menos uno de ellos estaba tan deseoso de casarse conmigo, estaría más ansioso en llegar…
Su padre suspiró – yo soy Olafh Trallk, anterior sumo sacerdote de la ciénaga, espero que su viaje haya sido tranquilo y placentero – dijo con seriedad – bienvenidos a nuestro castillo y, en nombre de mi familia, espero que su estancia, sea agradable…
Los dos jóvenes levantaron el rostro pero no se atrevieron a ver la cara de la jovencita, no solo por ser la suma sacerdotisa; Fianna ya tenía veintidós años, y el mayor de ellos dos, apenas había alcanzado los veintiuno, mientras que el otro, solo tenía diecinueve.
-Sean bienvenidos a mi palacio – continuó ella – pasen, por favor, deben venir exhaustos.
Fianna dio media vuelta y empezó a subir la escalinata, tras ella, los invitados; su padre estaba por seguirla, cuando una delicada voz lo detuvo.
-Señor Trallk…
El peliverde se giró y observo al pequeño jovencito que estaba al final de la escalera.
-¿Si? – preguntó con algo de confusión.
-Ah, disculpe mi atrevimiento – dijo el niño sin levantar el rostro – soy Tariq Rubill – se presentó – vengo desde la ciudad de Falker, mi maestro, Brenio Torsello, dijo que le había enviado una carta sobre mí, para ingresar al templo…
Sin que el menor se diera cuenta, el hombre se sorprendió; con rapidez, bajó los escalones que lo separaban de ese niño y le obligó a levantar el rostro, sujetándolo con suavidad por la barbilla, observándolo directamente a los ojos. Pasó saliva al constatar, por los iris bicolor, que sí era quien decía ser.
El peliverde respiró profundamente y asintió – sé quién eres – dijo débilmente – no te preocupes, ya está todo dispuesto – aseguró – ¡Kofjar! – levantó la voz.
De los once hombres que estaban aun en espera, el mayor se acercó, sosteniéndose con un báculo.
-Mi señor, Trallk – dijo el hombre de cabello ocre, con destellos plateados por las canas tenía – ¿necesita algo?
-Él es el joven Tariq Rubill – dijo con seriedad – hablamos de él hace algunos días…
El anciano observó al menor con interés.
-Que empiece a ponerse al día, con respecto a las actividades del templo – explicó el peliverde – él será el doceavo sacerdote.
-Como ordene… pero, con respecto a la señorita Fianna, ¿qué debo decirle?
-Son ordenes mías – respondió – yo le explicaré un poco sobre esta decisión, de todos modos, yo sigo haciéndome responsable de todo lo que suceda, hasta que se case – su voz sonó seria.
-Muy bien…
-Acompaña a Kofjar – dijo Olafh para el menor, con voz más calmada y condescendiente – acomódate en el templo y, después, yo hablaré contigo… ¿entendido?
-Sí, señor – Tariq asintió.
-Ven – sonrió el anciano – ¿traes mucho equipaje, pequeño?
-No, no en realidad – negó el pelinegro – solo una mochila con mis pertenencias…
-Bien, no importa, aquí no necesitas mucho – negó el hombre – en el templo, se te dará todo lo que necesitas.
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